viernes, 11 de marzo de 2011

La ciudad de Antaño

¡Qué enorme diferencia de la ciudad de hoy a la de hace unos sesenta años! En primer lugar los arcos que hasta hace dos años llegaban hasta la Ribera De Santa María, entonces se prolongaban hasta la calle de Mariscala, y México por ese rumbo concluía al finalizar el puente de Alvarado…
De ahí de esa garita en adelante sólo había unas cuantas casas señoriales, con las puertas constantemente cerradas, la mayor parte de ellas sin habitantes y todas presentando un aspecto tristísimo, lóbrego, sombrío.
Entre casa y casa y con particularidad en la acera que ve al norte, había tramos enormes ya despoblados y convertidos en basureros o ya cerrados  por viejas y mohosas paredes, carcomidas por los años, dejándose escalar con toda violencia por la yedra y el jaramago y presentando el aspecto más salvaje y primitivo que se pueda imaginar.
Las banquetas no existían; pero en cambio corría en toda la longitud de aquella calzada una acequia inmunda paralela a los arcos, la cual nacía delante de la Tlaxpana y venía a morir en la acequia que pasaba por frente de la garita en donde había un puente que aún subsiste.
Entrando a  México por ese lado, y hay que tener en cuenta que era entonces como ahora el más bello, se comprimía el corazón y se presentía no una ciudad, sino una cloaca.
La negruzca e impotente masa de los arcos, se dejaba atravesar por el agua de tramo en tramo y esta agua que caía formaba unos remansos encantadores y llenos de vegetación.
***
Seguía después la Alameda, circundada por otra inmunda acequia y una barda de cal y canto capaces de quitar la alegría al corazón más refractario a la tristeza. Esa cerca parecía querer evitar  que los transeúntes se llevaran un árbol en la bolsa o cosa por el estilo. En los prados de esa alameda no había plantas, ni cultivos, ni cosa que lo valiera; pero en cambio estaban limitados todos por unas enormes y toscas rejas de madera, unas desbarajustadas, otras desbarajustándose, caídas unas y cayéndose otras, todas pintas de aplomado y de un aspecto feísimo.
Las calles del paseo tenían todas una banqueta central de lozas limitadas por adoquines, los arboles estaban tristes, opacos, sin nidos y poblados de una inmensa cantidad de zopilotes que regaban el paseo de algo que no era precisamente esencia de rosas.
La alameda era el paseo más antiguo de México y hasta aquella época ni había sido cuidado ni hermoseado.
Internándose en la ciudad por cualquier rumbo se encontraba uno con calles solas, tristes y sucias, por el centro de las cuales atravesaba un caño inmundo, con banquetas  de una vara de ancho por las que cruzaban un número tan crecido de frailes que no hay a qué comparar, porque había una cantidad crecidísima de conventos.
El tiempo todo lo cambia. La enorme diferencia que hay de la ciudad de hoy a la de entonces, la hay también entre las costumbres de ahora y las de antaño. Pero eso ya sería materia de otro capítulo.
(Tomado de México Grafico, 7 de abril de 1889.)
Ma. Del Carmen Ruiz Castañeda, La Ciudad de México en el siglo XIX
Clasificación: 972.532/R84/L10743

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